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ISSN 1989-4163

NUMERO 24 - VERANO 2011

1916, Puntos en un Mapa, Presburgo

Jesús Zomeño

            Cuando murió mi padre deserté de la guerra. Estábamos en el Piave, en la retaguardia, tomando un caldo frío de agua con patatas y llegó el correo.

-Se ha muerto tu padre -me dijo el sargento porque yo no sabía leer.

Terminé mi plato y empecé a andar, nadie me detuvo. No entiendo de mapas para trazar en línea recta el camino de regreso, solo recuerdo que a las afueras de mi ciudad crecen enormes campos de trigo. Llegaré si no me alejo de los campos de espigas, todos comunican entre sí. Cuando uno empieza a andar basta con tener un propósito, el resto es cuestión de tiempo. Campos enormes de cebada. Campos enormes de trigo. Dios existe en lo que crece. Ese es el camino a mi casa, extensos campos sembrados en los que me oculto durante el día y por los que avanzo de noche.

Vuelvo a casa a buscar a mi padre, a comprobar si ha muerto de verdad. No concibo que el mundo haya cambiado. Éramos felices porque siempre teníamos hambre y eso simplificaba nuestros deseos. Yo estaba buscando leña cuando murió mi madre pero nadie dijo nada hasta después de la cena. Limpiamos la mesa y pusimos encima el cadáver. Avisamos a la familia y a los vecinos. La casa se lleno de gente extraña que se bebió todo el caldo que mi madre había preparado antes de caer al pozo. Supimos donde estaba porque los perros no quisieron beber de ese agua. Primero cenamos y después la sacamos y tendimos el cadáver sobre la mesa. No teníamos hambre porque habíamos cenado pero sí teníamos sueño porque no habíamos dormido y por eso mi padre no quiso tenderla sobre la cama. El caldo hervía y ninguno nos atrevimos a probarlo por miedo a que después quisiéramos echarnos también al pozo. Se lo bebieron las visitas, que tanto lloraban, sin saber que se bebían la mirada de mi madre. Se bebieron todo lo que ella vio en el caldero y que la incitó a arrojarse al pozo.

Mi hermano pequeño dijo que quería ser soldado, al menos hasta que lo matasen y entonces volver a casa. Le pregunté dónde quería que lo enterrásemos y señaló el pozo. Nadie bebía de esa agua salvo los cerdos, pero los vendíamos porque no comíamos su carne. Mi hermano sí bebió agua del pozo al marcharse. Después orinó sobre la tumba de mi madre por si al invertir la caída le devolvía la vida. Los ojos de mi madre no estaban en el agua sino en el caldo que hervía sobre el fuego, pero mi hermano nunca llegó a entenderlo.

A mi hermano lo mataron en campo abierto cuando los rusos entraron en el país porque no encontró en el suelo ninguna línea de frontera con la que protegerse. Mi padre al enterarse mató a uno de los cerdos y volvió a convocar en nuestra casa a los familiares y vecinos. Nosotros no comimos carne de aquel cerdo. Tiramos la ropa de mi hermano al pozo y abrimos la tumba de mi madre para meter dentro una cuchara, después regamos la tumba con el agua del pozo y crecieron encima las flores. Mi madre se había bebido a mi hermano con la cuchara e inventó un jardín. Somos pobres, por eso nos recreamos en la desgracia.

Mi padre entonces casó a mis dos hermanas y a mí me sentó delante de él y me ordenó que me alistase en el ejército. Nos habían comunicado que había muerto mi hermano pequeño pero mi padre quería asegurarse de que era verdad.

-Dile que le perdono si lo encuentras -me dijo y después se dio la vuelta y se metió en la cama.

Mi padre era tan orgulloso que cualquier desgracia la entendía como un agravio hacia él y a la buena suerte de la que presumía. Por eso culpaba a mi hermano de haberse muerto para fastidiarle a él. Mi padre tenía sueño cuando murió mi madre y la tendió sobre la mesa porque hambre no tenía. Preservó la cama. Es cierto que no pudo volver a comer pero al menos podía seguir durmiendo. Tomó la decisión correcta para salvaguardar sus sueños. Adelgazó tanto que aprendió a alimentarse solo con cerveza de trigo, aunque siempre estaba acostado para ahorrar fuerzas.

Cuando mi padre terminó de hablar conmigo aquella noche se dio la vuelta y se echó en la cama, se durmió y yo me alisté en el ejército. Antes de irme llené mi cantimplora con agua del pozo porque sabía que así nunca tendría sed para beberla. Mi padre me dio una cuchara y me encargó que si él moría volviese a casa para meterla en la tumba de mi madre y que la regase después con agua del pozo. Le contesté que a ella le entraría el agua por la boca sin necesidad de cuchara, pero él recordaba que cuando murió mi hermano le metimos una para forzarla a beberse nuestra desgracia y que por eso después crecieron las flores.

-Quiero que ella vuelva a pedir perdón por nuestra mala suerte –Replicó mi padre abotonándome el bolsillo para que no perdiese la cuchara.

Después me fui a la guerra y dos años han pasado como quien vive golpeando desde el interior la tripa de una salchicha. Vuelvo a casa porque ha muerto mi padre. Llevo conmigo la cuchara aunque no sé si abriré la tumba de mi madre o si emplearé la cuchara para sacarle los ojos al cadáver de mi padre y que así no pueda ver que le desobedezco. Flores hay muchas, pero cualquiera que crezca en su memoria será una flor que él no ha merecido.

Estoy cansado. No encuentro el camino a pesar de tantos campos de trigo y de cebada. No puedo preguntarle a nadie porque a los desertores los desnudan y los ahorcan a la entrada de los pueblos. En ocasiones los empalan. Sigo la línea de los campos de trigo pero pronto vendrá la siega y perderé el mapa. Nada en mi vida tiene explicación ni sentido. Tampoco la nostalgia me sirve para hallar el camino de regreso.

En dos años no he bebido el agua de la cantimplora. Tengo sed pero tomarla sería como arrojarme al pozo y beberme la desesperación de mi madre. Sin embargo empiezo a darme cuenta que la solución puede estar en el agua. Este agua ayudó a mi madre a escapar. Quizá a mi también me ayude a escapar, a desentenderme del pasado, que este agua sirva para lavarme las manos y empezar de nuevo, donde quiera que me encuentre.

Preburgo

 

 

 

 

 

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